Abrumado por la larga lista de elogios recibidos por el último film del afamado director Michael Haneke, no he tenido más remedio que darle comprobarlo sobre el terreno. Mi primer contacto con el personal cine de Haneke fue, hace ya algunos años, La pianista, una interesante película, con grandes intérpretes, en parte arruinada con el sórdido enfoque introducido por su director de forma innecesaria.
La cinta blanca nos traslada a la Alemania rural de principios del siglo XX y se cuela en la vida diaria de un pequeño pueblo, una sociedad casi feudal donde todo está al servicio del barón y su familia. Una sociedad opresiva cuyo principal objeto de ira son los niños.
Haneke hace gala de facultades introduciéndose con maestría en el quehacer cotidiano del pueblo. Aquí no hay una historia particular que narrar, sino simplemente la intención de contar cómo era la vida de la Alemania de esa época, utilizando este relato coral como feroz crítica de un prototipo de sociedad que sirvió de germen del nacismo.
Lograda e impactante puesta en escena realzada por la imagen en blanco y negro. Estamos ante un cine de autor, personal, reflexivo y lento, lleno de matices. Claramente alejado de artificios, efectos y en general de banalidades. Mucho mucho contenido.
Notable relato de Haneke, fascinante fresco histórico que nos hace pensar en la sociedad y la educación. Y es que este es un cine tranquilo con el que pararse a pensar.
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